17 de octubre de 2008

pateras y rejas

Mustafá nació en una estrecha callejuela de Tánger. Era el menor de cinco hermanos. Su madre tejía mantas y jerseys, se encargaba de las tareas de la casa y de limpiar la tienda. Sus dos hermanas se habían casado muy jóvenes con hombres vagos y astutos, y ahora vivían en el campo. Su padre y sus hermanos se turnaban entre sí el trabajo en el bazar de la kasbah, con largas estancias en el bar. Pasaban horas y horas fumando hachís y bebiendo vaso tras vaso del whisky marroquí (té verde ardiendo con menta fresca) mientras escrutaban el vacío, o se enloquecían con un partido del Madrid o el Barça. Mustafá prefería corretear por la calle con sus amigos y jugar al fúbol, que era lo único que compartía con su padre quien sólo sabía hablar de dinero, fútbol y España. Muchas noches, se sentaba junto a él después de cenar y de decía:
- Hijo mío, tú no eres como tus hermanos, eres buen estudiante, así que debes tener visión de futuro-afirmaba acariciándose la barbilla-, Sabes que tenemos muchos familiares que han hecho fortuna en Alandalus, confío en que algún día te mandaremos allí y me harás sentir orgulloso.
El chico acababa de cumplir dieciséis años, aunque parecía mayor, porque era muy alto y fuerte y ya comenzaban a oscurecer su cara la barba y el bigote.
Además, se sentía mucho más hombre desde que logró hablar con Sumaya, una adolescente bereber que iba a una escuela de su calle. El chico la había visto pasar en innumerables ocasiones frente a su ventana, rodeada siempre de otras chicas, riendo y cuchicheando. Se desesperaba pensando como acercarse a ella. La miraba e imaginaba mil fórmulas de presentación, trataba de adivinar que intereses tendría, sus gustos y sus sueños, para sorprenderla y seducirla, pero al final siempre se quedaba asomado a la ventana, sin hacer ni un mínimo guiño. Después de semanas así, se lo contó a sus amigos y planearon abordar al grupo de chicas a la salida de la escuela, pero fue un fracaso rotundo. Solo consiguieron que escaparan de ellos tras miradas de desprecio y un silencio mohíno.

- Es la historia de siempre,- le consolaba su hermano Ahmed, el mayor, mientras daba vueltas a su pipa- . A mí también me costó hablar con mi mujer, y si además es bereber...Creo que lo vas a tener difícil.

Pero Sumaya también se había fijado en Mustafá. Un día, ella no bajó la calle de la escuela con sus amigas que pasaron a la hora habitual. Ella tardó mucho más en salir, y pasó sola, más lentamente que otras veces, aunque sin levantar la cabeza del suelo. Él, que esperaba ansioso verla, extrañado y angustiado ante su retraso, en cuanto la vió, agitó las manos tratando de llamar su atención, pero ella no pareció darse cuenta. Entonces el muchacho decidió que era el momento de acercarse. Se tropezó al dar media vuelta sobre sus pies para abandonar la ventana y dirigirse hacia las escaleras, pero se levantó del suelo al instante y bajó a saltos hasta la calle. Allí comenzó a andar detrás de ella despacio, con las manos en los bolsillos, y alzando la vista lo justo para adivinar su figura.

Sumaya parecía no darse cuenta de la persecución, pero en realidad escuchaba atentamente los pasos a su espalda y de reojo en las esquinas comprobaba que el joven continuaba su camino. Anduvieron por las callejuelas del casco antiguo durante media hora, él siempre detrás, manteniendo una buena distancia pero sin dejar que ella se perdiera, mientras Sumaya aparecía y desaparecía juguetona pero siempre pendiente de él. Llevaban así una media hora, cuando de pronto ella dejó de dobar callejones y se dirigió claramente hacia la playa. Cuando estuvieron lo suficientemente alejados de cualquier conocido, ella se dejó caer sobre la arena blanca. Él se sentó a unos pocos metros, y así permanecieron en silencio un buen rato. El viento se les pegaba al cuerpo, pero ninguno temblaba, y sin mirarse, sólo estaban concentrados en la presencia del otro. Hasta que en algún momento de aquella eternidad extraida del curso del tiempo, él le preguntó su nombre.

Desde aquél día empezaron a verse y a quedar a solas, para hablar de sus vidas y hacer proyectos juntos.

El día que cumplía 16 años los padres de Mustafá le anunciaron que habían conseguido un barco que le llevaría hasta las costas españolas. Debía llegar hasta Granada, allí se encargarían de él y le enseñarían un oficio. Mustafá no tenía muchas ganas de irse precisamente ahora que había conocido a Sumaya. Esperaba que ella llorase, que intentara retenerle o que se enfadara y lo maldijera. Pero cuando se lo contó, ella sólo sonrió.. Sonrió con su hermosa boca roja y grande y agarrándole del cuello le besó en la cara.

- Si, ve, haz fortuna, y nos casaremos cuando vuelvas, o quizás pueda ir yo también contigo cuando te establezcas allí.

Mustafá se resignó a los designios de los demás y se embarcó en la oscuridad con otros trece chicos más o menos de su edad. Todos enviados por sus propias familias, que confiaban en que podrían dar un futuro mejor a sus hijos. Algunos se pasaban una barrita de pegamento, y cuchicheaban agazapados bajo la manta. Mustafá temblaba junto a otro chavalito que igual que él no deseaba aquél viaje.

La llegada y la detención fueron violentas, lentas y largas. Se mezclaban las amenazas y golpes, la policía y las ambulancias. La hipotermia no le permitía ver más allá de su propio cuerpo, la vista se le nublaba y estrechaba en forma de embudo. Lacabeza la daba vueltas y no comprendía el idioma en el que le hablaban, auqnue su padre dominaba ciertas expresiones castellanas para vender sus cachibaches, Mustafá nunca había prestado demasiada atención. Él se veía crecer y morir en Tánger, o quizás en el campo, no tenía grandes ambiciones, y Al Andalus nunca le había llamado la atención. Mientras pensaba en estas cosas, se dilataban las horas que pasó en el hospital. Después los dejaron durante un tiempo indefinido en un polideportivo con muchos otros inmigrantes, la mayoría del sur de África. Mustafá y sus amigos se divertían, pero también añoraban sus familias y sus casas.

El centro de menores refugiados no estaba tan mal, aunque era una cárcel. Estar indocumentados y ser menores de edad les daba la oportunidad de tener techo y alimento, además les enseñaban el idioma, y podían gastar el tiempo jugando al fútbol, y viendo la televisión. Algunos se escapaban para robar, conseguir pegamento o hachís, o simplemente para disfrutar de un poco de libertad. Mustafá y Ahmed trataban de aprender lo más rápido posible. Les medían las muñecas para calcular su edad, y a Mustafá le creyeron próximo a los 18. Pasaban los meses y las salidas habían sido contadas y siempre bajo vigilancia, pero Mustafá se conformaba con hablar por teléfono con sus padres y escribírse con Sumaya. Además lo pasaba bien con sus compañeros y se fue acostumbrando a estar en el centro, pese a las estrecheces a los castigos y ciertos abusos de autoridad de los educadores, que aplicaban una disciplina exagerada a la que nunca se había visto sometido por su familia ni sus maestros. Pero Mustafá tenía un carácter tranquilo y no provocaba muchos problemas, por lo que tampoco solía sufrir tanto como otros más rebeldes.

Habían pasado ocho meses, cuando volvieron a medirles las muñecas. Acababa de llegar otro grupo de marroquíes y se seleccionó a unos cuantos del centro a los que se consideró adultos y se les expulsó. En el grupo estaban casi todoslos chavales más problemáticos, y Mustafá. Los otros estaban contentos, pero Mustafá aun no se sentía preparado, era un niño, sólo en un país extraño, donde no conocía a nadie más que a ese grupo con el que tampoco se hubiera llevado en su país. Todo le resultaba hostil. Trató de convencer al psicólogo, al director del centro, a la trabajadora social...pero nada, no le creyeron. Le dijeron que no podía permanecer allí por más tiempo,que no había sitio.

Hacía frio. El aire era seco ese día. Cruzó la puerta lentamente, asustado y triste. Agachado bajo su pequeña mochila de NIKE, vacilante, avanzaba mirándose los pies, con las piernas temblorosas. No se le veía la cara, sólo se adivinaban el miedo y la pesadumbre. Estaba solo y no sabía a donde ir.

Al día siguiente, la trabajadora social llegó temprano como cada mañana al centro. Al abrir la reja se encontró con un niño dormido entre unos arbustos, acurrucado y doblado sobre sí mismo parecía mucho más pequeño. Era Mustafá, que había saltado la valla por la noche para volver a entrar al centro, huyendo de la prometida libertad democrática de Occidente. El director del centro llamó a la policía para que se lo llevaran.

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